viernes, 20 de mayo de 2016

RAYUELA BLUES, POEMAS DE JOSÉ VERÓN GORMAZ

- (2000): Rayuela Blues, Lola editorial, Zaragoza.

Al anuncio de un alba nebulosa
la noche se evadía,
sombra disuelta por la naciente claridad
                          de las calles cansadas.
Lentas eran las nieblas del otoño.
Tocaba Charlie Parker en una radio anónima;

Tocaba Chaarlie Parker su locura,
                                      su hermosísima locura o elegía,
la música de un alma candorosa
que salta hacia la nada
y la encuentra tan llena de vacío
que, al punto, se detiene:
                     ¿el salto es lo que importa?
Y lo sabe, y duda, duda,
pero ha saltado ya y al punto se detiene
porque hay un ritmo en su alma que le ordena
buscar otra salida del círculo del tiempo.

Tocaba Charlie Parker
tras aquella ventana abierta al universo,
tan solitario, arriba, en lo más alto,
en un piso tan alto como el cielo,
solo, 
           muy solo
    tan solo como el alba que llegaba despacio
con pasitos de danza luminosa.

Las calles de París y Buenos Aires
aún tristes se encontraba al mirarse,
despiertas pero tristes, y solas, y otoñales,
como si ya nadie escucharla la voz aventurera
del saxo encantador de Charlie Parker.

Arriba, cerca del propio firmamento,
en un piso tan ato como esas cimas míticas
que áureos escaladores conquistadores,
una ventana,
una ventana tan alta como el cielo,
se ha cerrado.
                       Y ha llegado el silencio.
El silencio que hiere, que disgrega,
no ese otro silencio que promete, 
no el silencio bendito de los campos serenos:
      el silencio del perseguidor obligado a callar,
el silencio insultante de la voz cercenada,
del temple roto por la barbarie ciega,
de...

                     Y esperamos,
                               esperamos un viento diferente
nos abra nuevamente la ventana.

El club de la serpiente es todo el mundo
que tiene fe en la vida y en la muerte: caminar sobre el barro, sentir que nos acecha
Berthe Trépat, criatura febril que esconde en sus arrugas la ceniza
de un deseo teñido de amargura.
Hay que escuchar
                           el paso de las urbes,
las heridas sonoras que emana lady Day, 
la reina de la noche,
o la senda vital del fiel Jelly Roll Morton
o los inciertos vómitos de Parker,
                           perseguidor maldito,

Johannes Brahmas quizá,
                                        o el viejo Johann Sebastian,
o es gloria sin rostro y sin origen
que Lucía sintió casi hasta dentro: 
buscar "sous le petit ponts" la noche redentora,
sentir la angustia inevitable
que se evade del lucro y cae cayendo
allá donde los pobres humildemente juegan
a ser o parecer casi felices.

¡Y gritar!

¡Gritar,
gritar,
gritar,
que un grito es un caudal de incertidumbre!
¡Ay! ¡Oh!
               Caramba,
dioses, 
dioses terrible,
plañideros conserjes del abismo,
augurios vanos,
                        callémonos ahora!
Así es el grito, 
parcial, muy subjetivo, 
como el poema, 
como una carta 
                  destinada a quién sabe 
                  (aunque lo sabe) 
y arrojada al otro lado del espejo

“¿Encontraría a la Maga?/ Cuestión que nos trasciende,/ que intrascendentes funda nuestros pasos,/ que exige ceremonias/ de vuelta hasta el origen y salto hacia el futuro,/ de poemas sangrantes y amor sin envoltorios,/ de sosiego imposible,/ de piolines, de tangos/ cantados en una tarde de tórrido verano/ en un patio del mundo donde arde la costumbre/ hasta caer el humo/ convertido en nostalgia”, 2000: 33


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